Exposición de grabados del artista orotavense Fabián Castilla en el Museo de la Naturaleza y el Hombre de Santa Cruz de Tenerife hasta el 31 de Enero de 2016

Manual perceptivo de la exposición Lithografismos o las dieciocho variaciones para una tragedia geológica

No se concibe una isla sino como principio y  término de una tragedia geológica

Domingo Pérez Minik

Del mismo modo que los artistas beben de los artistas y los poetas de los poetas, aquellos a quienes se nos ha encomendado glosar la obra de otros, no podemos sino experimentar la sacudida analógica y reverencial de todos los textos antes leídos y de todas las obras antes vistas y oídas. Tanto es así que al acercarme a las laceradas geografías de Fabián Castilla no logro sustraerme a las palabras de Pedro García Cabrera en su archicitado texto El hombre en función del paisaje, breve prosa escrita en 1930 con motivo de la exposición de la Escuela de Luján Pérez en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife y punto de partida obligado de todo texto crítico sobre este particular género. El arte del isleño (escribía entonces) es de repetición. De variaciones sobre un tema. Monotonía en el pensamiento. ¿Por qué? Una teoría. Cuando el hombre de las islas se piensa inmóvil, rígido, frente al mar andariego –con su perpetuum mobile- experimenta la dolorosa torcedura que motiva un desnivel rítmico de hombre y mar. La ley del ritmo –eterno diapasón del movimiento- actúa sobre el espíritu isleño instigando su potencia motora (…) Esta acción de espíritu, comunicada al cuerpo, le hace girar como un tiovivo. Y pronto agota el campo reducido de la isla. Después tiene que pasar y repasar sobre el mismo paisaje. Aquí la bifurcación. O la reiteración en lo ya conocido.

Y es que pocos motivos han capturado con tanta fuerza la imaginación de los artistas isleños como su poderosa geografía concentrada, que precisamente por eso, por la cercanía de las dos puntas del compás de lo que falta y lo que abunda (en palabras de André Breton) ofrece alimento simbólico para todos los discursos.

El primero, el discurso eudemónico de las burguesías en los siglos XIX y XX, cerrados los ojos al ocre del pedregal y nutrido a la sombra de palmeras y viñas de la vertiente norte de las islas. Con gramáticas pintorescas, realistas o impresionistas fueron las Hespérides reflotadas del océano y catapultadas a paredes autocomplacientes y a catálogos turísticos. Los húmedos paisajes de Valentín Sanz, Nicolás Alfaro y Brieva, Filiberto Lallier, o más adelante los lienzos de Juan M. Rodríguez Botas o las luminosas acuarelas de Francisco Bonnin son algunos ejemplos característicos. Solo el pintor Manuel Martín González se erige como una exclamación discordante dentro del panorama regionalista del siglo XX. A este pintor de Guía de Isora le acosaron la calima y el sol cenital, y pese al deje impresionista, sus barrancos resecos y sus volcanes reniegan de la anécdota, erigidos como monumentales loas a un silencio intemporal.

Y son entonces, en el penduleo lógico de quienes luchan contra los significados heredados, las calizas y los diques, los magmas y el vientre yermo de la isla, lugar de gestación de los discursos de trinchera en la vanguardia del siglo pasado. Fue la aridez siempre amiga de la izquierda. Contra la buganvilla retozona de las tapias, las piedras ardientes del sur que atraviesan las suelas de los zapatos y el sol que achina los ojos. De nuevo la isla, concentración de paisajes, ofrece materia al artista y a la nueva intelectualidad crítica para subvertir los símbolos identitarios tradicionales. Así lo hicieron en los años 30 los artistas de la Escuela de Luján Pérez, recorriendo los secarrales de Gran Canaria, o los surrealistas, despertando el torrente prístino de lava que ardía incontrolable bajo la paternalista imagen del volcán vigía propia del regionalismo. Felo Monzón en los años 50, con su serie de gouaches Lírica de los volcanes pintó de lava el camino de la abstracción canaria, que recorrería también, pero con dicción informalista César Marique. Arraigada en el lapilli de La Geria estuvo también siempre la denuncia paisajística del que para Alberti fue pastor de vientos y volcanes en Lanzarote, así como lo estuvo el grito neoindigenista de Tony Gallardo, que encontró en las piedras volcánicas de sus esculturas, las huellas de una civilización acallada por la conquista.

Estos paisajes volcánicos de cualidades dinámicas, musicales y silentes han inspirado así mismo a los artistas desde losPulso_del_arte_grabado._jpg años setenta poéticas neorrománticas de lo sublime, categoría estética escamoteada para Canarias en los siglos XVIII y XIX por los ademanes de los pintoresco y lo exótico, y que solo Humboldt, con su educada percepción germánicaexperimentó en su subida al cráter del Teide. Gonzalo González, Juan José Gil, Ildefonso Aguilar o Juan Guerra recuperan para nuestra sensibilidad el placer de lo que hiere, el misterio inhumano del volcán en erupción, Apolo creador de formas, Dionisio destructor, la inmensidad cósmica e incomprensible del páramo volcánico bajo el cielo nocturno, la susurrante cinética de la erosión y el temblor del color de un sol que es a la vez blanco y polvo suspendido.

Dentro de este particular contexto se encuentra el lenguaje artístico de los dieciocho grabados de la exposición Lithografismos de Fabián Castilla que hasta el día 31 de enero permanecerá en la sala de exposiciones del Museo de la Naturaleza y el Hombre. Este artista, formado en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Laguna e investigador desde hace quince años de las técnicas gráficas en el Centro Municipal de Arte Gráfico de Santa Cruz de Tenerife, indagó en su primera muestra individual (A dos pasos y no tan cerca, 2012, Hotel Abama) sobre imposibilidad de sustraernos a la cercanía de lo bello como categoría estética pese a su destierro del arte contemporáneo. Desde hace dos años adolece de la monotonía de pensamiento de la que habla Pedro García Cabrera (bendita monotonía, que con cada generación se renueva), lo que le ha hecho sucumbir al embrujo de la geografía isleña. La estética de sus grabados, profusión de tragedias geológicas, se adhiere a la corriente neorromántica descrita tanto en proceso creativo, como en sentido y forma.

De acuerdo con la teoría de la mímesis romántica, el artista no crea copiando la Naturaleza, ni siquiera elaborando su versión idealizada, sino que lo hace imitando la propia acción generativa de esta, solo deudora de sus normas internas. Del mismo modo que el artista polifacético Ildefonso Aguilar es el viento que modela el paisaje, al verter sobre sus tablas las tierras volcánicas; Fabián Castilla erosiona arenales en las planchas de zinc, con el repiqueteo insistente de ruletas y puntas secas, y muerde con ácidos el perfil de unas coladas al aguafuerte, horadando paisajes como un Vulcano moderno. Apropiándome de las palabras que el historiador del arte canario Federico Castro Morales dirigió a Aguilar, no es Castilla un pintor, sino un hacedor de paisajes.

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El sentido de estos fragmentos lávicos caprichosos que sobredimensionan en un primer plano la agreste violencia del volcán y destierran toda figura humana, es el mismo que el que  preña la obra de otros paisajistas canarios neorrománticos. No es ya una reivindicación de la naturaleza perdida, pues lo que se perdió a golpe de hormigonera ya está perdido hace tiempo, y lo que no, ha sido elevado a símbolo monumental e intocable de la humanidad. El sentido de estas obras es la reivindicación de una mirada estética del paisaje, más allá de su conservación como pienso patrimonial para el turista y pienso identitario para el oriundo. Advierten sobre la excesiva racionalización de la experiencia del paisaje en el recorrido turístico (que a estas alturas del camino es ya el mismo que el del isleño), sobre la homogeneización de la experiencia en la parada de 5 minutos en el mirador que te dice que mires, en el parador que te dice que pares, y en los senderos que a la vez que protegen el patrimonio natural, domestican en sus lindes la experiencia estética del paisaje. Estas obras previenen sobre una dimensión del mismo que es irreductible a nuestras categorías de comprensión, que solo se intuye cuando en soledad, el observador abandona el camino y se descubre solo y descalzo de conceptos en el malpaís, desnuda la mirada al embate del viento.

Solo queda referir un curioso fenómeno que desencadenan en el público estos grabados de gran formato de la serie Lihtografísmos. Aunque es bien sabido que no se debe hacer a la obra, y mucho menos al artista, responsables de todas sus lecturas, sí que me atrevo a añadir a este manual perceptivo de la exposición los efectos que muchas de las estampas desencadenan en el público, por su interés como simpático efecto de recepción. No son pocos quienes rápidamente encuentran rostros y animales, extrañas plantas, calaveras o figuras en los informes torrentes de lava de los grabados, abandonándose a un juego de lecturas surrealista que hará pensar rápidamente al iniciado en las sugerentes decalcomanías de Óscar Domínguez. Así, con este tour de force (recordemos que no intencionado), se completa la genealogía: Romanticismo en el origen de lo sublime, y Surrealismo en la lectura. Todo ello anidando con brillantez en un género arquetípico de la sensibilidad canaria contemporánea.

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Alejandra Villarmea López

Licenciada en Historia del Arte



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