«En el tapete del mar» inunda con su música el Auditorio de Tenerife

«Dime tú, mar, ahora […]/
¿Debo arrancar de cuajo tus arenas,
golpear tus rumores,
escupir tus espumas, […]/
La paz te he suplicado y me la niegas,
mi ternura te ofrezco y no la quieres.
Pero algo he de pedirte todavía:
que no hagas naufragar a mi palabra
ni apagar el amor que la mantiene.»

de La esperanza me mantiene, 1959
Pedro García Cabrera, «A la mar voy todavía»,

El pasado 16 de diciembre tuvimos la oportunidad de disfrutar de un concierto poco habitual en nuestras salas de concierto pero, a un tiempo, con mucho sabor de «lo nuestro», ya que recogía la aportación de diferentes músicos canarios (nacidos o de adopción en las islas) al ambicioso proyecto «En el tapete del mar», que se presentaba en el Auditorio de Tenerife, después de recibir el elogio de la crítica en su estreno en Estocolmo[1]. Éste posee un talante multidisciplinar, ya que trata de mostrar desde diferentes perspectivas artísticas una nueva lectura de la poesía de Pedro García Cabrera.  El programa se compuso de obras de Dori Díaz Jerez, Rubens Askenar, Laura Vega, Gustavo Trujillo, Cecilia Díaz y Milena Perisic. Las piezas poseían un alto nivel de dificultad técnica, lo que no fue óbice para que fueran interpretadas de forma notable, con una demostración de una comprensión profunda del concepto de música de cámara, por el trío formado por la pianista Esther Ropón, el percusionista Juan Javier Rodríguez y el clarinetista Juan Félix Álvarez González.

La obra de Díaz Jerez es la evocación. Al cerrar los ojos, de pronto, la música era «cuna de agua»[2]. No había auditorio, ni sala de concierto, sino la sensación de penetrar lo imposible, lo inefable: aquello que el mar es y no nos cuenta, en tanto es lo que aún queda en la naturaleza que no nos pertenece. Para ello, realizó una profunda exploración de las posibilidades de los instrumentos, mediante efectos como la sonoridad conseguida con la frotación de arcos de violín por las láminas del vibráfono (recurso que sería retomado en otras piezas, como la de Gustavo Trujillo) o la colocación de la oscura melodía del bajo en el clarinete. Asimismo, también el sonido no reglamentariamente musical es material para Díaz Jerez, ya que incluso el aliento del clarinetista era parte de la música, que participaba en el intento de invocar el ir y venir de las olas a través la música.

El clarinete será el protagonista, por su parte, en la obra de Askenar. Su uso magistral de la técnica clarinetística y el buen hacer de Álvarez consiguió el que quizá sea uno de los más importantes objetivos de la música: el olvidar el medio para ser plenamente fin en sí mismo, dejar de ser un instrumento y ser sonido. Continúa con el imaginario abierto por Díaz Jerez de la evocación de los efectos marinos, entre ellos, el de las olas. Lo interesante de la poética que paulatinamente  se fue construyendo  a lo largo del concierto mediante la aportación de los diferentes compositores –y que, en cierto modo, verían en la obra de Perisic su cúlmen- es el abandono de la pretensión (agotada por retóricas románticas) de dar propia voz al mar a favor de mostrar la relación genuina entre el mar y la existencia humana. No obstante, la entrada de la voz del piano con su juego cromático que va adquiriendo una textura entrelazada  nos vuelve a la pregunta de qué nos diría el mar si pudiera hablarnos él mismo de su experiencia. O, más allá, qué nos diría si nos detuviéramos a oírlo, si no limitásemos la escucha a nuestra antropología, sumiendo al mar a ese «silencio amordazado»[3]. La obra se divide en dos partes a través de un momento de ruptura violenta y radical que queda marcada por el fuerte contraste que genera entre el umbral agudo en el que se sitúa el clarinete y los graves del piano, entre el que suena el pulso de la percusión que es cortada duramente en seco.

En la obra de Laura Vega se concreta esa búsqueda que parecía que se iniciaba con las dos anteriores: la vinculación del mar con la propia existencia, igual que una caracola nos habla de nuestro propio ser mediante la metáfora del flujo sanguíneo y el flujo marino. En otras palabras, su obra es ese hallarse a «las puertas de [uno] mismo, es decir, de la mar»[4]Esta pieza está dividida en nueve secciones que obedecen a distintas palabras del poema en que está basada la música que llamaron atención por su sonoridad a la autora, a saber, Agua, Poema del azar (solo de percusión), Luz, Formas de la libertad (solo de clarinete), Alba, Viento, Compañera de cristal (solo de piano), Lágrima y Mar. Se trata, de algún modo, de la creación de diferentes escenarios que se entrelazan formando un corpus cerrado en los que se rinde un homenaje particular a las cualidades y posibilidades de cada instrumento con la integración de los solos en el discurso. La sonoridad que desarrolla se nos antoja «incómoda», difícil, aunque de vez en cuando se recrea, deteniéndose, en fragmentos que nos devuelven a un lenguaje conocido. Esos lugares de desasosiego son aquello que no nos gusta oír de nosotros mismos: los espacios de puro placer dejaron de sonar en el mundo hace ya mucho tiempo. Este sonido es metáfora de esas olas que nos trajeron las dos primera piezas, que al ser alcanzadas se destruyen. El sonido hecho ya a nuestro oído es insuficiente para la expresión de esta complejidad. Kavafis tenía razón: la felicidad se encuentra en el camino, y no en la Ítaca que no nos esperaba. Gustavo Trujillo también opta por la construcción [Abbauen] de una atmósfera. Nuevamente, utiliza el recurso de Díaz Jerez de la confrontación del clarinete, que es una suerte de voz perdida que se oye pero se escucha apenas, con el piano, que lleva un tempo rígido y que establece un diálogo cómplice con el vibráfono. En su obra el ritmo posee el protagonismo: las pérdidas del referente rítmico se relacionan con un pulso continuo, que hace el papel de hilo conductor en ella. 

Cecilia Díaz parecería que posee el mismo impulso que tuvo Chema Madoz al trazar su «Nube-jaula» (2004). En suNube-Jaula-2004 caso, el ostinato del vibráfono rompe el diálogo discursivo entre el clarinete y el piano, que se construye con un material temático sencillo –pero no simple-. El piano mantiene un ritmo acórdico mientras una nota tenida con una sonoridad rota surge del clarinete, como sonidos que vienen de lejos –quizá como una patera, como el dolor que se mezcla con muchos sabores del mar-. El clarinete canta mientras todo lo demás, ajeno, sigue su rumbo.  A veces, el piano, solidario y solitario, surge con la misma melodía del clarinete como si de pronto su música no fuera sorda y realmente se reconociera su lamento.  Pero su melodía se rompe con la vuelta al recurso del ostinato acórdico que sigue en la percusión. Es reflejo de esa sensación insular de los «horizontes y manos de esperanza,/ aquellos que no cesan / de mirarse la cara en sus heridas,/ aquellos que no pierden /el corazón y el rumbo en las tormentas, / los que lloran de rabia /y se tragan el tiempo en carne viva. /Y cuando mis palabras se liberen /del combate en que muero y en que vivo /la alegría del mar le pido a todos /cuantos partan su pan en esa isla/ […]»[5].

La primera pieza de Milena es una obra intimista, que nos recuerda a los castillos que se construyen en la arena a pesar de la asunción de que llegaran las lenguas de mar y lo devolverán a su profundidad. Genera un microcosmos como si andara de puntillas por las notas a través del rubato y de una melodía cargada de sabor popular que no termina de «sabernos» del todo bien, como esa «felicidad pese a todo» o el reconocimiento de que, en el fondo, «no deseamos otras pertenencias /que no sean las alas de los vuelos»[6]. La melodía principal va pasando por los tres instrumentos hasta que dialogan los tres sobre ella. La segunda propuesta es, quizá, la obra más distinta de este ciclo y la que, junto a la anterior, rompe radicalmente con el intento de creación de atmósferas y evocaciones al imaginario marino. Su última obra tiene un carácter medieval –por su utilización de quintas temáticamente en la melodía protagonista-, como referencia a los cantos lejanos en el espacio y el tiempo. De algún modo, sería una vuelta a esa lejanía de la que nos hablaba Cecilia Díaz. Es una melodía que se va descomponiendo pese al mantenimiento de ciertos recursos como el ostinato en el clarinete que actúa de hilo conductor y que desaparece tras un final cadencial afirmativo, que nos lleva al imaginario de García Cabrera cuando pide al mar naranjas y siempre vuelve a por ellas: la esperanza lo mantiene[7].

Como rezaba García Cabrera, estas obras hacen patente el hecho de que no somos de ciudad, sino que pertenecemos a la mar[8]La mar o el tránsito y el trasiego, el marinero que espera a sus mujeres en cada puerto, la inmensidad, el horizonte que nos lleva cerca o lejos de casa, la frontera, el mito y lo no domeñado de la naturaleza. Es, entre otras cosas, nuestra herencia y nuestro futuro. Aquello, quizá, más propiamente canario. Las obras de este proyecto son programáticas (parafraseando al poeta, en el buen sentido de ser programáticas), ya que vuelven al viejo asunto de la prioridad entre la música y la poesía: la música, ahora, también nos habla de lo que no puede conceptualizarse, de lo que va más allá del lenguaje formalizado y formalizador. Sea como fuere, este homenaje a uno de los más importantes representantes poetas canarios sirve para no dejar que perezcan las palabras que nos dejó y que nos pide  «vida […] mientras mi sueño viva/y su rumor levante mi palabra /desde los pies del agua sin fronteras /hasta las sienes de la eternidad»[9]. Nos clama: que el mar no sea obstáculo sino camino de encuentro y de diálogo. ¿Cómo mejor sino a través del lenguaje de la música? Las diferentes propuestas de «En el tapete del mar» generan un concierto heterogéneo, de gran interés para el conocimiento de la nueva generación de compositores canarios que retoman el lenguaje de la poesía para hablar el suyo propio. Los comentarios finales del público fueron dispares. Muchos reconocían encontrarse ante un idioma del que todavía no conocen sus rudimentos básicos. Esa es nuestra afrenta: aprender a escuchar contemporáneamente, aprender a poner en valor esas otras posibles formas de hacer música.

Marina Hervás Muñoz*
*Licenciada en Filosofía y estudiante del segundo ciclo de Historia y Cienciasde la música

[1] Como dice el propio García Cabrera, «La olas navegantes de todos los mares/, celebran  su verbena cosmopolita», «Poema 20», Liquenes, 1920 (todos los poemas citados son del poeta gomero y serán citados como se observa en esta nota)
[2] «Elegía de un banco», de Entre cuatro paredes», 1968.
[3] Véase «Un día habrá una isla», de La isla en la que vivo, 1971.
[4] Véase «Naranjas a la mar», (poema en el que se inspiró la autora para componer esta pieza)
[5] Íbidem.
[6] «Islas del despertar», en Ojos que no ven, 1977.
[7] Los versillos populares «A la mar fui por naranjas/cosa que la mar no tiene/metí la mano en el agua/la esperanza me mantiene» dieron nombre a uno de los poemarios más importantes de García Cabrera, La esperanza me mantiene, de 1959 y situaron definitivamente al mar como fuente de regeneración y de posibilidad de cambio, de contraste, de unión de horizontes y de utopía (Es muy recomendable el artículo «Pedro García Cabrera: el compromiso y el paisaje» de Ernesto J. Gil López, profesor de la Universidad de La Laguna)
[8] Véase «Descendiente de la mar», en Nodriza de mi voz, 1967-1980.
[9] Véase «Piloto de mi propia muerte», en Desvirgando soledades, 1979.


X