Aeion. Mercedes Talavera de Paz.

Observé el rostro de Demian y descubrí no solo que no tenía cara de niño, sino que su rostro era el de un hombre; y aún más, me pareció ver o sentir que tampoco era la cara de un hombre, sino algo distinto (…) Durante un instante no me pareció ni masculino, ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes a las que nosotros vivimos. Los animales suelen tener esa expresión, o los árboles, o las estrellas.
Demian. Herman Hesse.

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La conciencia del tiempo es algo consustancial al ser humano. En su breve relato El Inmortal, Jorge Luis Borges acierta a dar con la razón de esta anomalía de la criatura humana: Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte. Y es cierto que el hombre, al poder pensar su propia finitud, es la única criatura trágica y patética, él único animal que se aferra, que mide el tiempo, que sufre el cambio, pero también el único animal prodigioso que piensa la eternidad.
Es tradición en Occidente, asentada en la metafísica dualista desde Platón hasta el Cristianismo, pensar la eternidad (Aión), como una singularidad fuera del tiempo cronológico en el que vivimos (Cronos), como un Todo atemporal e inmóvil. La conciencia (o alma) humana, en su capacidad única de contabilizar el paso del tiempo y de pensar la eternidad, participa también de ella. Es pues que en la tradición Occidental el concepto de eternidad basado en lo inalterable condiciona la consideración de la esencia humana como algo estable (y viceversa). Sin embargo ya han transcurrido casi dos siglos desde que Nietzsche matase a Dios, llevándose consigo todas sus prerrogativas de Eternidad, dejando al hombre contemporáneo con una conciencia individual de permanencia, pero huérfano de su principio sustentante: la eternidad divina.
Y esta orfandad de eternidad, que parece así expuesta una discusión teórica y lejana, es un malestar psicológico muy real que recorre las venas de la contemporaneidad, desde las grandes producciones culturales a los actos más mundanos. La OMS predice que en el año 2020 la depresión será la segunda causa de incapacidad en el mundo. Este dato no debe de asombrarnos ya que la depresión no es otra cosa que un desencuentro con el tiempo, un desencuentro con el cambio.
Y esto no es de extrañar, pues nunca antes como ahora se había hecho tan evidente la rapidez de las transformaciones. Vivimos en una época en la que no es el movimiento de los cuerpos sólidos y la percepción de este movimiento el que determina el cómputo del tiempo tal y como establecía Aristóteles. En la Sociedad de la Información y la Comunicación, la medida del tiempo la marca el intercambio velocísimo de información entre emisores y receptores. Un movimiento y un cambio atroz al que nos enfrentamos casi inermes con una pretendida conciencia permanente de nuestra identidad.
Con la certera sensibilidad del artista, la pintora gran canaria Mercedes Talavera de Paz suma su reflexión plástica a la que viene siendo una de las grandes reformulaciones culturales de la modernidad: El Tiempo y la Eternidad. Esta problemática, legible en el Cubismo (con la introducción de la cuarta dimensión temporal), en la utilización de materiales caducos en las obras del arte povera, en los happenings, o de forma más clara, en el cine, es investigada por Talavera de Paz desde el prisma de las filosofías y religiones orientales.
La artista plantea un concepto de eternidad en el que ésta es en tanto que no existe la muerte en sentido estricto, sino la continua transformación, el sempiterno movimiento de creación y destrucción de formas. Composiciones circulares, anatomías que se arquean sobre sí mismas, parejas de elementos entrelazados en una danza de orden y caos, híbridos confundidos de hombre y libélula, de hombre y arquitectura, de hombre y río, trasparencias, líneas iridiscentes que empiezan un cuerpo donde el anterior termina, son sólo algunos los recursos temáticos y plásticos de la artista para redundar en que efectivamente, la naturaleza es una eterna sucesión de transformaciones, entre las cuales, cada ser humano, pese a la conciencia de sí mismo, pese a su yo, es sólo una más.
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La Sala de Exposiciones del Parque García Sanabria se ofrece hasta el 30 de octubre como un lugar de acercamiento a la particular visión de la eternidad de Mercedes Talavera de Paz. En un espacio que sin duda no ha sido una elección azarosa, una muestra de dibujos y pinturas recientes de la autora dialoga a través del gran ventanal con la naturaleza impostada del jardín. Desde un lado de la sala, dos tondos portan sendos discos de jade verde que observan este despliegue de metamorfosis, como pupilas de una conciencia expandida que no se aferra a las singularidades de cada ser, una conciencia estoica que no es movida por los estragos de la muerte y que sin embargo, se reafirma en el cambio y en la oportunidad que ofrece la transformación.

No son suyas las verdades de aspecto melancólico.

Ni construye su idioma en la herida de los dioses.

Ni se ciñe indolente a la promulgación que

dicta que los objetos del mundo, al desvanecerse

desaparecen sin fin, sin que otros sustituyan

su cesación en el río caudaloso de Heráclito.

Fernando Gómez Aguilera. Un vaso borrado por la transparencia del agua.

 

Alejandra Villarmea López

Licenciada en Historia del Arte



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